19 agosto 2010

Castillo de algodón

 

La palabra turca Pamukkale significa “castillo de algodón” y nombra a uno de los sitios de la antigua Turquía que en simbiosis con las ruinas de la antigua Hierápolis, reúne la doble condición de Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad, designado así por la Unesco en 1988.

Es difícil describir la magia de este paisaje de cascadas blancas petrificadas, bosques minerales y espejos de agua de intenso azul que se alzan sobre la planicie de Denizli. Las formaciones de piedra caliza y travertino se remontan a la antigüedad y son el resultado de muchos siglos durante los cuales las aguas termales sobresaturadas de carbonato de calcio han ido formando piscinas naturales.

Hace más de dos mil años este lugar fue un “spa” de privilegio de los reyes de Pérgamo, quienes hicieron construir en lo alto de la colina el balneario de Hierápolis, para pasar allí temporadas de descanso. Un terremoto ocurrido a principios de nuestra era destruyó la ciudad, que fue reconstruida con un diseño romano.

Pamukkale y Hierápolis siguieron recibiendo a través de los siglos cientos de miles de peregrinos que llegaban en busca de curas milagrosas a sus enfermedades. No todos conseguían curarse, de ahí que en las ruinas de Hierápolis hay tres necrópolis, cementerios con más de 1200 tumbas, túmulos y sarcófagos de muy diversas características, algunos en forma de casas, monumentales referencias a la civilización licia que se desarrolló en la región de la antigua Anatolia, pero también a los periodos helenístico, romano y cristiano.

La afluencia de turistas maleducados y de comerciantes hoteleros estuvo a punto de acabar con el encanto de Pamukkale y Hierápolis.  Se construyeron hoteles en medio de las ruinas, y las cascadas naturales ya no podían soportar la cantidad de visitantes que venían a bañarse en sus aguas carbonatadas. Cuando la Unesco le puso el ojo al lugar, el gobierno se tomó en serio el sitio patrimonial, demolió los hoteles y prohibió el ingreso de bañistas a las antiguas cascadas de piedra caliza. Ahora las mira uno desde cierta distancia, aunque todavía es posible mojarse los pies en piscinas de más reciente formación.

Los antiguos baños romanos de Hierápolis albergan hoy un museo con piezas extraordinarias, pero además se conserva a su lado, junto al restaurante, una piscina natural en cuyo fondo se distinguen columnas romanas y otros restos. Allí todavía es posible bañarse.

Si bien todo el conjunto que forman Hierápolis y Pamukkale es inolvidable, me gustó en especial el anfiteatro construido 200 años antes de nuestra era, uno de los mejor conservados de Turquía, que originalmente podía albergar a 20 mil espectadores.  Mientras la mayor parte de los teatros que visité fueron reducidos por el tiempo a sus graderías semi-circulares, el de Hierápolis mantiene las columnas y estatuas del proscenio y de la escena, entre las cuales uno espera que en cualquier momento aparezcan los actores del pasado.

Estos trayectos memoriosos por las antiguas ciudades de Turquía los hice en compañía de mi amiga turca Sevda Alankus, profesora en la Universidad de Esmirna, a quien le debo algunas de las fotos en las que aparezco feliz de estar en su extraordinario país.