09 agosto 2012

El gigante Graves


Con Robert Graves en Deyá, Mallorca, julio de 1972
El gran poeta inglés Robert Graves nació el 24 de julio de 1895 en Wimbledon, y murió el 7 de diciembre de 1985 en su propiedad en la localidad de Deyá, donde yo lo visité hace exactamente cuatro décadas, a fines de julio de 1972, cuando él acababa de cumplir 77 años de edad. Conservo de esa ocasión un gratísimo recuerdo, porque yo que era apenas un aprendiz de escritor, melenudo, barbado y desgarbado, fui recibido no solamente con cortesía sino con interés por uno de los grandes autores de la lengua inglesa, que me dedicó toda una tarde tranquila y sin interrupciones. Las fotos que tomé entonces y las que nos tomó a ambos mi amigo boliviano, Carlos Patiño, que vivía en Palma de Mallorca, son tesoros que guardo celosamente.

Sobre ese encuentro con el gigante Graves, escribí un par de textos hace muchísimo tiempo. El mismo año que lo visité se publicó en Ultima Hora (La Paz), el 15 de noviembre, “Una visita a Robert Graves”, y en el mismo vespertino “Adiós a Robert Graves” a principios de marzo de 1986, cuando supe que había fallecido.

Llegué a su casa en Deyá sin previa cita, simplemente toqué la puerta con la seguridad de que me recibiría, cosas de la juventud. Aparte de mi deseo de conocerlo, iba a armado de muy poco: aparte de unos cuantos poemas en inglés, solamente había leído la extraordinaria autobiografía Adiós a todo eso, donde explica su decisión de dejar Inglaterra para siempre. No conocía aún Yo Claudio (1934), obra que iba a catapultarlo a una fama mundial como “best seller” gracias a la adaptación que hizo la BBC en 1976.

De la autobiografía de Graves retuve datos curiosos, anecdóticos: a) peleado con los británicos, solamente hablaba en confianza con aquellos que habían combatido junto a él durante la Primera Guerra Mundial en las trincheras de Francia, donde fue herido de gravedad; b) su primera mujer fue Nancy Nicholson, una feminista de los años 1920 con la que tuvo dos hijas y dos hijos; c) no tocó un teléfono durante más de diez años, desde que estuvo a punto de electrocutarse; d) no usaba reloj; e) fue profesor en la Universidad de El Cairo en 1926; f) conoció a P. G. Woodehouse, Bertrand Russell, Aldous Huxley, Ezra Pound, Thomas Hardy y T. E. Lawrence (el de Arabia), sobre el que publicó una biografía en 1927; g) tenía el tabique nasal desviado por los golpes recibidos en rugby y boxeo cuando era muy joven. Sin duda, esta fue una autobiografía precoz, ya que la primera edición se publicó en 1929, cuando apenas tenía 34 años.  

Su nieta de 3 años notó mi presencia en la puerta de la sencilla casa de piedra, y su hija Lucía, traductora de una parte de la obra de Graves, me hizo pasar. De pronto me encontraba frente al poeta, que me hacía notar que era la hora de su siesta y que no tenía mucho tiempo porque al día siguiente salía de viaje a Hungría. Ese aviso me dio pie para iniciar la conversación y preguntarle sobre sus viajes. Mencionó que había estado recientemente en Rusia, Australia, Israel y Estados Unidos, pero que este último no le gustaba: “Conozco Estados Unidos y no me gusta. No me gusta Nixon. Me gusta McGovern. Me gustaban más los Kennedy. John era el mejor.”

Cuando le pregunté sobre los países que conocía en América Latina, dijo que había estado en México: “Solamente México y me gusta mucho.  Es diferente a todo.” Y añadió: “Me gustaría conocer Uruguay”.  ¿Por qué?: “por la actividad que hay ahora…” Indagué si se refería al movimiento de los Tupamaros y asintió: “Sí, los Tupamaros, todos los que se oponen a la presencia de Nixon en Latinoamérica. Me gusta esa gente y no me gustan los americanos”.

Le pregunté si no tenía planes de escribir una continuación de su autobiografía, y respondió tajante: “Ya no tengo nada que contar”. Sin embargo durante la conversación contó muchas cosas: “Soy el único poeta que tiene dos medallas olímpicas, una me la dieron en 1944 y otra en México”. Su castellano era perfecto, aunque con un acento en el que se mezclaban ecos del inglés, francés, alemán y mallorquín.

Para entonces había publicado ya 138 obras, “pero a veces me olvido, tengo una memoria pésima, no retengo nada. Hace tiempo descubrí dos libros que no recordaba haberlos escrito”. Cuando dijo que ese año, 1972, iban a publicarse dos libros nuevos en Londres, una novela y un poemario, le pregunté si se consideraba más poeta que narrador. Se rascó la cabeza en una actitud dubitativa antes de responder: “Uno nace poeta. Ser poeta es algo que viene con uno. Luego he empezado a escribir a escribir novelas y más tarde…”

Robert Graves y Alfonso Gumucio, Mallorca, 1972
De pronto miró a otro lado y señaló sobre una repisa varios recipientes de vidrio, que me hicieron pensar en las frutas en conserva que preparaba mi madre: “¿Frutas?” – me aventuré. Rió: “No, aceitunas salvajes. Son aceitunas que salen después de que han caído las normales. Son muy pequeñas y no se pueden comer así. Yo las preparo en forma especial y tengo una fórmula que sólo yo conozco. Venga…” Me llevó al patio trasero por la puerta de la cocina. Allí seguimos conversando a la sombra de un enorme olivo.

De regreso me llevó a su estudio, otra habitación repleta de libros y de objetos, donde distinguí muchas de sus obras. Me mostró lo primero que publicó en su vida, un pequeño folleto de tapas rojas con una docena de poemas adentro, pero no alcancé a leer ninguno porque me lo quitó de las manos para mostrarme otro libro: “Este se subastó hace poco por 500 libras”.

Recorrí con la vista su estudio, un tanto intimidado por lo que me rodeaba.  “Pero, ¿qué clase de periodista es usted? – me interpeló. “¿Por qué no me pregunta lo que son estas cosas? Mire, esta es una piedra con cien millones de años de antigüedad; la sacó mi hijo que trabaja en pozos de petróleo. Y esta, una estatua fenicia. Y esto…” Siguió así durante unos minutos, mostrando referencias de su trayectoria por la vida.

Robert Graves en Cracovia, 1974
La conversación giraba en torno a su obra literaria, a su origen familiar, a sus proyectos, y se fue cerrando a medida que avanzaba la tarde. Mencioné las escasez de su poesía en castellano, y entonces Graves lanzó una afirmación tan categórica que me sorprendió: “No quiero que mi poesía se traduzca al castellano y no se traducirá ¡NUNCA! La poesía es intraducible. El único que podría traducirla soy yo pero no lo haré porque pienso que mi poesía es imposible en castellano. Tal vez me atrevería al catalán o al mallorquín porque se prestan más por sus equivalencias con el inglés. El mallorquín es más puro que el catalán, preferiría el mallorquín en todo caso”.

Por fortuna, en 1982, diez años más tarde, una parte de su poesía se tradujo al castellano gracias a Claribel Alegría y Darwin J. Flakoll. Este año de 2012, se termina de filmar la película The laureate, dirigida por William Nuñez, con Orlando Bloom en el papel de Robert Graves. 

Después de despedirme y salir de la casa me di cuenta de que había dejado mis lentes en el estudio. Su hija me los trajo: “Mi padre ya está durmiendo la siesta. Si él hubiera visto sus lentes se los habría metido en el bolsillo y usted no los vería más”.

Robert Graves es un gigante de la literatura inglesa, al morir dejó un legado de más de 150 libros publicados, entre ellos un centenar de poemarios, pero también ficción y ensayo. Conocerlo durante una horas fue para el joven que yo era, como recibir un baldazo de sabiduría y de modestia, suficiente para hacerme sentir tremendamente ignorante de la literatura y de la vida.

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If there's no money in poetry, neither is there poetry in money.

—Robert Graves