14 marzo 2015

Monsieur Chauvin en Bolivia

Nunca imaginó Nicolás Chauvin que su apellido daría vida a un adjetivo tan preciso como necesario: chovinismo. El solo hecho de que la palabra no existiera antes, prueba cuán necesario era crearla. Merci, Monsieur Chauvin.

Nicolas Chauvin
Chauvin conoció muy poco fuera de Francia, porque su visión del mundo estaba reducida a la mirada de un soldado en los ejércitos de Bonaparte, un nacionalista que no dudó en ponerse una y otra vez en la línea de combate para así acumular una cantidad impresionante de heridas -diez y siete en total, que exhibía orgulloso porque eran la prueba de su devoción sin límites por Napoleón.

De ahí que en el periodo político siguiente, a la caída de Napoleón, Chauvin fuera objeto de burlas y críticas por su fanatismo y nacionalismo exacerbado. Al principio, calificar a alguien de chauvinista se relacionaba directamente a la idolatría por Napoleón Bonaparte, pero con el correr de los años el significado se amplió y la palabra atravesó fronteras e idiomas.

Según el diccionario de la Real Academia de la lengua española el chovinismo es la "exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero". De eso conocemos bastante en todos los países que compiten por ser etiquetados como extraordinarios, maravillosos, únicos y mejores que los otros. Los países grandes de nuestra región llevan la batuta: brasileños y mexicanos se consideran “lo mejor” o “mais grande” de esta parte del mundo, los matones del barrio. Oruro también quiere sumarse a esa categoría.

Chauvin nunca conoció Bolivia, y probablemente le importaba un comino este país perdido en el mapa mundial de su época, pero aquí hay muchos que sin saber quién era ese francés, practican con devoción esa desmesurada exaltación provinciana que a veces mueve a la risa y otras a la vergüenza.

No se trata solamente de un nacionalismo nacional, valga la redundancia, sino también de regionalismo y localismo. Desde Orinoca cuna del Estado plurinacional hasta La Paz ciudad maravillosa (una de las siete del planeta, según un promotor suizo), el sentimiento es exactamente el mismo.

Solo en un país con una autoestima tan baja pueden darse los hechos de chovinismo de los que somos testigos con demasiada frecuencia. Quisiéramos querernos de verdad, pero nos queremos de mentiritas, porque así como nos inflamos de orgullo por cualquier cosa y defendemos a brazo partido el “honor” de una ciudad o de una canción, no hacemos realmente nada concreto para que las cosas mejoren.

A una periodista que afirmó que Oruro era una ciudad sucia, le hicieron juicio, le dijeron que ya no tendría pisada en esa ciudad. ¿Quiénes? Los chovinistas, claro, que en lugar de limpiar las calles mugrosas van por lo alto con un juicio absurdo que obviamente no podía prosperar, pues no hay ley que pueda sancionar a una persona por decir la verdad.

El chovinismo tiene raíces históricas que empapan nuestras reacciones. El hecho de haber perdido el Litoral en la Guerra del Pacífico ha proporcionado desde entonces materia prima para expresiones chovinistas de todo tipo.

Recuerdo que cuando estaba en colegio llegó un chileno que cantaba “Yo quiero un maaar, un mar azuuuul, paaara Boliiiiviaaa”, y todo el mundo lo adoraba aunque era un pésimo cantante que usaba sus espectáculos para vender un jarabe con propiedades medicinales.

Territorio boliviano antes de los despojos
Nuestra educación está marcada por el destino trunco de la integración, por la pérdida de territorios con Paraguay, Brasil, Perú y Chile. La única mala palabra legitimada en las escuelas es “carajo”, la interjección atribuida a Eduardo Abaroa, el defensor del Topáter. Cuando hice mi servicio militar, la manera característica de romper filas era: “Viva Bolivia (media vuelta) muera Chile”. Probablemente Chile ni siquiera se resfriaba con nuestras bravuconadas de cuartel. El patrioterismo chabacano, de escarapela y estandarte, ha sido utilizado por numerosos gobiernos militares para aferrarse al poder capturado de manera ilegítima.

Los resabios de esa disputa florecen cada cierto tiempo, con mayor frecuencia que la Puya Raimondi. Hace poco en el Festival de Viña del Mar participó el grupo boliviano Pasión Andina con una canción que no tenía posibilidades de éxito, ni por su mediocre música ni por su letra machista, pero cuando el músico Grillo Villegas escribió una crítica a esa presentación, le llovieron palos de ciego en las redes virtuales. Ofendidos, los del grupo folklórico dijeron a su regreso que de todas maneras “habían puesto el nombre de Bolivia en alto”… ¿Cómo será eso, si regresaron sin premios? También dijeron que viajaron preparados para jugar buen fútbol, pero era un campeonato de básquet… ¿Y eso no lo sabían antes de ir a Chile?

Las fronteras, por muy artificiales que sean, tienen un efecto embriagante entre los nacionalistas de pacotilla (y no así, al parecer, en los contrabandistas que pasan de un lado a otro sin hacerse ningún problema moral).  No solo con Chile vemos ese tipo de reacciones tan viscerales como ignorantes, también con nuestro “hermano” país, el Perú, nuestro aliado en la guerra contra Chile.

Al grupo Llajtaymanta lo acusaron (chovinistas de Oruro, otra vez), de haber compuesto un tema para una fraternidad peruana y asestado un “duro golpe en las partes nobles al folklore boliviano”. Estupidez tras estupidez y de nobleza, nada. Y las partes, parece que faltan. En lugar de sentirnos orgullosos, denigramos a nuestros artistas.

Chovinismo e intolerancia van de la mano, no puede existir el uno sin el otro porque ambos son de la misma estirpe y tienen como padres la ignorancia y la altanería. En otras palabras, la ignorancia es muy atrevida.

El problema de fondo es, sin duda, la educación, o más bien la falta de ella. Los países menos chovinistas del mundo, los que tienen más alta autoestima, son los más educados. Tal como están las cosas en nuestro país, los brotes de chovinismo indican que nos quedan todavía dos o tres generaciones por delante, para decirle adiós definitivamente al soldado Chauvin.

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El nacionalismo es una enfermedad infantil.
Es el sarampión de la humanidad.
—Albert Einstein